Implacable e irreflexiva fue la avalancha de acusaciones y adjetivos que, apenas conocida la noticia de la agresión a Salvador Cabañas, se lanzó contra los gobernantes del Distrito Federal. Otra vez, la autoridad como responsable primaria de la tragedia.
Hay, sin duda, una autoridad impotente, negligente o corrompida, pero también un empresario que viola conscientemente la norma y unos ciudadanos que alegremente se sirven de la corrupción con el argumento de que lo prohibido no es para ellos: “Pedo del gobierno, brother”.
Soy vecino del Bar Bar. He estado ahí. Es el antro favorito de algunos amigos jóvenes del sur de la ciudad. Un buen antro, caro, mamón, escaparate de estrellas de moda. Buen lugar para conectar drogas y, en la madrugada, putas. Que nadie se llame a engaño. Se puede ir a pasarla bien con los cuates, la novia, la esposa. Y también se puede ir a conectar.
La autoridad tolera, el negocio gana y los clientes la pasan de poca. Perfecto, mientras la adversidad no se pose sobre ellos.
Por eso ruboriza la cantaleta de que todo es culpa de un gobierno que decreta el cierre de los antros a una hora y no manda a Los Intocables a poner candados y arrestar maleantes al minuto de incumplimiento.
Ramón Charaf, dueño del Bar Bar, que debe haber amasado una buena fortuna en las “horas de la prohibición”, tendría que ocuparse al menos de que El Modelo y El Contador (dicen que le dicen así porque platica en la fiesta que va contando a sus ejecutados, uno, dos, tres…) entraran al antro sin pistolas.
¿Y Cabañas? Habitué del Bar Bar, sabía que era la hora del conecte y la golfería. La hora del lobo. Y ahí estaba, dándose de codazos en la pista, como en un tiro de esquina.
Lo demás es adversidad.
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